
UNA ROSA EN EL DESIERTO
Una rosa en el desierto es un oasis
CAPÍTULO PRIMERO
LA VENTANA
El señor Höss acarició, una vez más, los libros de su ordenada biblioteca como tratando de absorber su contenido. No era ya un gran lector como lo había sido en su juventud; le costaba concentrarse, y la visión había empezado a fallarle hacía unos años. Procuraba aprovechar la luz de los rayos solares ya que la que despedía el candil no era bastante para sus fatigados ojos. Poseía una amplia casa bastante alejada de la ciudad que le permitía almacenar, con cierta comodidad, todos aquellos tesoros adquiridos a lo largo de los años. Alguna vez había viajado a Washington por motivos profesionales, y cuando disponía de algún tiempo libre, disfrutaba recorriendo los viejos almacenes de libros encontrando, a veces, algún título de su interés.
Tenía como vecino a un viejo poeta judío, Leonard Cohen, a quien había descubierto hacía más de treinta años cuando todavía vivía en Alemania. Desde entonces y a pesar de las dificultades de distribución, lógicas para aquella época, había seguido la trayectoria del escritor; ahora, la casualidad les había convertido en amigos. Muchos días, a la caída de la tarde, acomodado en su escritorio esperaba a Leo, quien con su peculiar voz ronca le leía algunos poemas.
La ciudad era todo menos acogedora. Los primitivos habitantes, emigrantes irlandeses, controlaban el comercio y, aunque se detestaban entre sí, formaban un clan cerrado en el que era imposible entrar; mucho menos para un emigrante alemán como él.
El invierno de 1909 fue especialmente desapacible. El frío viento arrancaba de cuajo los abrótanos que, ya sin sujeción, rodaban por las calles descontroladamente. Cuando cerraban colmados y almacenes la población se encerraba en sus casas; únicamente permanecía abierto el “saloon”. Höss lo había frecuentado muy pocas veces: se sentía incómodo entre aquellos hombres groseros y aquellas mujeres alocadas.
Aquella tarde del mes de febrero el poeta no acudió a su habitual cita. Höss, abstraído en sus pensamientos, decidió dar una vuelta por la ciudad. Recorrió sus calles vacías y, casi sin darse cuenta, se encontró frente al “saloon”. El local se llamaba “Friendly” y estaba regentado por un rico irlandés llamado Therry. Observó, tímidamente, el interior desde la ventana y dudo un instante antes de decidirse a entrar. A fin de cuentas la puerta abatible del mismo le permitía abandonarlo rápidamente en cualquier momento. Dio unos pasos vacilantes y lo que observó le abrumó. Todo era suciedad y desorden, pero lo que más le alteró fue el aspecto de la mayoría de los clientes: cazadores, vaqueros y mineros vociferaban inopinadamente con un lenguaje procaz. Las bailarinas y cantantes se acercaban a aquellos grupos de hombres jaleando su tosquedad. En algunas mesas alejadas del alboroto unos pocos clientes más cultivados, la mayoría hombres, consumían las horas observando el bullicio.
No pidió nada al “barman” y buscó acomodo en la zona más tranquila, saludando levemente a algunos conocidos. Se le acercó una de las chicas conocida como Moonligh y le pidió que le invitara a una copa. Con desdén, pero sin tratar de ofender, pago la copa de la chica quien tras unos minutos y ante su indiferencia apuró el vaso y se levantó.
Otra mujer, de mediana edad, le observó durante unos momentos y se acercó a su mesa. Le dijo que vivía en la capital, que estaba de paso y que había entrado a “Friendly” a cobijarse del frío. Al principio, no supo que opinar toda vez que ella le espetó un par de frases desvergonzadas a las que contestó sin demasiado entusiasmo, hasta que se dio cuenta de que solamente pretendía estudiarle y congeniar, que su descaro había sido solo una estratagema. Ella tenía una habitación alquilada al otro lado de la calle y le señaló cual era su ventana. Salieron del “saloon” casi simultáneamente pero por separado. La curiosidad fue mayor que el deseo que tenía de volver a su casa y, en la fría noche se acercó a la ventana. Aquella mujer estaba dentro de la habitación y al observar a Höss en la calle abrió una de las hojas. Hablaron unos minutos de cosas intrascendentes; ambos se presentaron. Se llamaba Rose. Tras la breve conversación ella se disculpó, estaba cansada pues había madrugado bastante pero le dijo que si algún día pasaba por allí podían volver a hablar.
La tarde siguiente el viejo Leo estaba enfermo y no acudió a su habitual cita. Decidió acercarse al centro de la ciudad pero sin ninguna intención de entrar en el local de Therry; en su lugar, se acercó a la ventana abierta de aquella mujer; estaba inquieto y sabía por qué. Ella, dentro de la habitación, al observarle le saludó con amabilidad, aunque se le notaba algo agitada.
Sin que él le preguntara le espetó:
- Soy enfermera; ahora mismo estoy curando a un enfermo.
A Höss le llamó la atención encontrar a una mujer cultivada en aquel agujero, pero por prudencia no quiso preguntarle más para no incomodarla. También le chocó que llevara lentes. Él también las utilizaba habitualmente. Perdió vista cuando estudiaba leyes en la Katholische Universität Eichstätt-Ingolstadt. Como adivinando su pensamiento ella le dijo:
-Un hombre fue el causante de mi pérdida de visión. He sido muy infeliz por su causa, pero aquello ya pasó. Mi trabajo me ha permitido sobrevivir y cuidar de mis hijas. Ahora ya son mayores y estudian en Washington; viven en la casa que tengo allí.
Estuvieron hablando, guardando las distancias, hasta que se hizo de noche, pero la complicidad hizo que, casi sin darse cuenta, al final de la conversación se tutearan. Rose se encontraba melancólica, y finalmente volvió a disculparse como el día anterior: tenía que preparar unos informes y mandarlos por telégrafo a la mañana siguiente al médico de Laramie; Höss no protestó, aunque internamente lo sintió.
Pasaron un par de días hasta que volvió a la ciudad; después de estar unas horas en la destartalada biblioteca municipal decidió acercarse a visitar a Rose. Encontró como en días anteriores su ventana abierta y a ella preparándose un tentempié. El sol caía.
-Estoy hambrienta, ¿sabes?. No he comido nada en todo el día; el trabajo no me lo ha permitido. Por la ventana salía un olor dulzón y agrio a la vez. Tenía en el horno una “cheese cake”.
Volvieron a conversar como en días anteriores, con familiaridad. Ella se encontraba exultante. Había recibido dos telegramas desde Washington. En uno de ellos la menor de sus hijas le comunicaba haber superado unas pruebas escolares; para celebrarlo estaba cociendo en el horno la tarta que más agradaba a su pequeña. Hablaron de lo importante que era la noticia y de lo mucho que suponía para su hija haber superado aquel reto. Empezaron a darse cuenta de que podían hacerse pequeñas confidencias, compartir lo que les ocurría y que parecía estar surgiendo una amistad entre ellos. Ella, por otra parte, se mostró desazonada pues estaba cercano su cumpleaños y le aterraba la decadencia física.
- ¿Y qué dice el otro telegrama?, le pregunté.
- Mañana debo partir a Washington. Cogeré el primer ferrocarril desde Laramie. Debo presentar unos trabajos en la Escuela de Enfermeras para ampliar mi preparación.
Me despedí de ella no sin aflicción. Le dije que si alguna vez iba a la capital esperaba que me invitara a cenar, como amigos que éramos. Al darme la vuelta y mientras me alejaba gritó:
-Höss, ¡ espera!. A un amigo se le puede dar la dirección, pero no dijo nada más.
Me extendió una nota manuscrita con su dirección en la capital y unos números que adiviné eran los de su teléfono. En aquella ciudad donde estábamos sólo existía uno en la Oficina de Telégrafos. Me explicó que se lo habían instalado un año antes los empleados de la American Telephone and Telegraph Company. Recalcó que me lo daba en calidad de amigo.
En los días siguientes me acerqué a la ciudad varias veces, unas dando un largo paseo, otras aprovechando la diligencia, dado que pasaba cerca de mi propiedad. En todas las ocasiones miré desde la calle el interior de la habitación donde había estado alojada Rose esperanzado de que aún estuviera allí. Pensé que aquellas dos ventanas se habían cerrado para siempre.
Leonard seguía enfermo y pasé a visitarle varias veces. Me mostró una hoja escrita con letra temblorosa con el último poema que había escrito. Se titulaba “Dama de invierno”
Dama viajera, quédate un rato
hasta que se acabe la noche.
Sólo soy una estación en tu camino,
yo sé que no soy tu amante.
Bueno, yo viví con una chica de nieve
cuando era un soldado
y peleé con todos los hombres por ella
hasta que la noche se volvió más fría.
Ella solía llevar el pelo como tu
excepto cuando estaba durmiendo
y entonces ella lo trenzaba
con humo y oro y aliento.
Dama viajera, quédate un rato
hasta que se acabe la noche.
Sólo soy una estación en tu camino,
yo sé que no soy tu amante.
Aquélla lectura me turbó y me di cuenta de que necesitaba comunicarme con aquella mujer misteriosa y afable a la vez. Me resultaba fascinante su entereza, su independencia. También sabía que estaba necesitada de amistad, al igual que yo.
Leonard empeoró. Mediaba el mes y el invierno. Me acerqué a la ciudad a comprarle sus medicinas. Aprovecharía el viaje para recoger en la oficina telegráfica la comunicación del Departamento del Tesoro confirmando mi asignación por el tiempo que había ejercido de juez federal del Estado de Wyoming en Laramie. Era lunes por la mañana. Compré los frascos medicinales y entré en la oficina de la ATTC.
El empleado me dio la misiva de la que yo era destinatario y, de forma impulsiva, le pregunté si se podían efectuar llamadas por teléfono; me respondió afirmativamente, el teléfono funcionaba.
Tuve un impulso; Rose se encontraría en su casa almorzando pues allí ya era mediodía, pero no me atreví a llamar, pero ¿para qué me había dado aquella mujer su dirección y teléfono?. Respiré profundamente y me decidí a mandarle un telegrama; el texto era el siguiente:
Rose, me dijiste que estaba próximo tu cumpleaños. Me tomo la libertad de desearte muchas felicidades. Höss
Antes de abandonar la estafeta recapacité y le mandé otro mensaje telegráfico.
Mi amigo Leonard está bastante enfermo. Tengo que prestarle toda la atención posible. Tu amigo Höss
Pagué al empleado los treinta centavos de cada telegrama y salí de la oficina. Ahora, casi me estaba arrepintiendo de lo que había hecho. ¿Cómo reaccionaría ella?. ¿Se sentiría incomodada, molesta, hostigada?. Cogí la diligencia y volví a mi propiedad. Pasé a ver a Leonard. Su estado había mejorado pero el padecimiento unido a su avanzada edad habían transfigurado su rostro. Necesitaba continuos cuidados. Al día siguiente volvería a la ciudad a comprar más medicinas. Me enfrasqué en la lectura a pesar de que hacía ya una hora que el sol de había puesto.
Pasé la noche inquieto, pensando en aquella mujer. Su rostro, por el transcurso de los días, se iba borrando en mi memoria, no así su recuerdo. No tenía pensamientos obscenos como los que pueden alborotar la cabeza de un jovenzuelo, pero el hecho de que abriera sus manos en aquel sórdido local vigorizaba mi ánimo. Al día siguiente me levanté muy pronto y decidí ir a la ciudad andando. Por más que trataba de recordar el óvalo de la cara de Rose cada vez se difuminaba más, no así sus palabras. De hecho era la única amistad femenina que había encontrado en aquella perdida ciudad del medio oeste. Caminé pensativo enfrascado en mis cavilaciones y, sin darme cuenta llegué a la ciudad.
Volví a seguir la rutina del día anterior. Entré en la botica y me dispuse a coger la diligencia, cuando vi al empleado de la estafeta en la calle pronunciando mi nombre
-Señor Höss, ¡acérquese por favor!. Ha recibido usted dos telegramas.
Me acerqué presuroso, aunque no esperaba correo de nadie y entré tras el telegrafista. Me indicó que ambas misivas habían llegado la misma mañana, con un intervalo de dos horas. Firmé el recibo y me senté nervioso en un reservado para leer su contenido.
El primer telegrama recibido era de Rose. Había sido escrito de forma apresurada y nerviosa, como si tuviera prisa, pero no era ninguna reprimenda:
Muchas gracias Höss. Un abrazo. Rose
No había violentado su intimidad. Se mostraba agradecida. Respiré aliviado
Abrí el segundo sin detenerme a pensar en la identidad del remitente y leí:
Esa libertad que te has tomado me ha emocionado. Todo un detalle de tu parte. Rose
Me sentí aturdido pero feliz, tal vez no había medido el alcance que mi mensaje podía causar. Se notaba su sinceridad; sin pretenderlo había llegado a conmover a aquella mujer; aunque mis palabras no habían caído en la sensiblería ni ella, por lo que conocía tras nuestras conversaciones, era una persona afectada. No hacía mención alguna de la enfermedad de Leo, a quien por otra parte no conocía.
Cuando salía del establecimiento para coger la diligencia el aparato telefónico de la oficina sonó con un timbre quejumbroso. El aburrido empleado lo cogió con desgana y tras unos breves segundos, alzando la vista hacia mí dijo:
-Señor Höss, disculpe; es una llamada para usted
Era Rose. Acababa de llegar a su casa y había encontrado el telegrama en el que le daba cuenta del estado de salud de Leonard. Se ofrecía para, no obstante la distancia, ayudar en todo lo que sus conocimientos le permitieran. Su llamada me causó más impresión que los telegramas. Deseaba decirle cuanto le echaba de menos, cuanto agradecía su amistad y que su voz, por los días transcurridos desde su partida, sonaba en mis oídos desconocida pero cálida. No recuerdo ahora si fui capaz de articular alguna frase coherente. Creo que no fui capaz ni de agradecerle la llamada. Si me acordé de interesarme por su cumpleaños. Su onomástica era el día 19, tres días más tarde de mi telegrama. Muy próximo estaba también el mío. Pocas palabras más salieron de mi boca y además ella también desprendía nerviosismo, tal vez por el atrevimiento de llamar. Además la diligencia estaba a punto de partir y estaba próxima la noche. Me despedí apresurado y deseando, no obstante, volver a hablar con ella, ya que la lejanía nos impedía vernos por el momento.
Aquella noche descansé dichoso.
LA VENTANA
El señor Höss acarició, una vez más, los libros de su ordenada biblioteca como tratando de absorber su contenido. No era ya un gran lector como lo había sido en su juventud; le costaba concentrarse, y la visión había empezado a fallarle hacía unos años. Procuraba aprovechar la luz de los rayos solares ya que la que despedía el candil no era bastante para sus fatigados ojos. Poseía una amplia casa bastante alejada de la ciudad que le permitía almacenar, con cierta comodidad, todos aquellos tesoros adquiridos a lo largo de los años. Alguna vez había viajado a Washington por motivos profesionales, y cuando disponía de algún tiempo libre, disfrutaba recorriendo los viejos almacenes de libros encontrando, a veces, algún título de su interés.
Tenía como vecino a un viejo poeta judío, Leonard Cohen, a quien había descubierto hacía más de treinta años cuando todavía vivía en Alemania. Desde entonces y a pesar de las dificultades de distribución, lógicas para aquella época, había seguido la trayectoria del escritor; ahora, la casualidad les había convertido en amigos. Muchos días, a la caída de la tarde, acomodado en su escritorio esperaba a Leo, quien con su peculiar voz ronca le leía algunos poemas.
La ciudad era todo menos acogedora. Los primitivos habitantes, emigrantes irlandeses, controlaban el comercio y, aunque se detestaban entre sí, formaban un clan cerrado en el que era imposible entrar; mucho menos para un emigrante alemán como él.
El invierno de 1909 fue especialmente desapacible. El frío viento arrancaba de cuajo los abrótanos que, ya sin sujeción, rodaban por las calles descontroladamente. Cuando cerraban colmados y almacenes la población se encerraba en sus casas; únicamente permanecía abierto el “saloon”. Höss lo había frecuentado muy pocas veces: se sentía incómodo entre aquellos hombres groseros y aquellas mujeres alocadas.
Aquella tarde del mes de febrero el poeta no acudió a su habitual cita. Höss, abstraído en sus pensamientos, decidió dar una vuelta por la ciudad. Recorrió sus calles vacías y, casi sin darse cuenta, se encontró frente al “saloon”. El local se llamaba “Friendly” y estaba regentado por un rico irlandés llamado Therry. Observó, tímidamente, el interior desde la ventana y dudo un instante antes de decidirse a entrar. A fin de cuentas la puerta abatible del mismo le permitía abandonarlo rápidamente en cualquier momento. Dio unos pasos vacilantes y lo que observó le abrumó. Todo era suciedad y desorden, pero lo que más le alteró fue el aspecto de la mayoría de los clientes: cazadores, vaqueros y mineros vociferaban inopinadamente con un lenguaje procaz. Las bailarinas y cantantes se acercaban a aquellos grupos de hombres jaleando su tosquedad. En algunas mesas alejadas del alboroto unos pocos clientes más cultivados, la mayoría hombres, consumían las horas observando el bullicio.
No pidió nada al “barman” y buscó acomodo en la zona más tranquila, saludando levemente a algunos conocidos. Se le acercó una de las chicas conocida como Moonligh y le pidió que le invitara a una copa. Con desdén, pero sin tratar de ofender, pago la copa de la chica quien tras unos minutos y ante su indiferencia apuró el vaso y se levantó.
Otra mujer, de mediana edad, le observó durante unos momentos y se acercó a su mesa. Le dijo que vivía en la capital, que estaba de paso y que había entrado a “Friendly” a cobijarse del frío. Al principio, no supo que opinar toda vez que ella le espetó un par de frases desvergonzadas a las que contestó sin demasiado entusiasmo, hasta que se dio cuenta de que solamente pretendía estudiarle y congeniar, que su descaro había sido solo una estratagema. Ella tenía una habitación alquilada al otro lado de la calle y le señaló cual era su ventana. Salieron del “saloon” casi simultáneamente pero por separado. La curiosidad fue mayor que el deseo que tenía de volver a su casa y, en la fría noche se acercó a la ventana. Aquella mujer estaba dentro de la habitación y al observar a Höss en la calle abrió una de las hojas. Hablaron unos minutos de cosas intrascendentes; ambos se presentaron. Se llamaba Rose. Tras la breve conversación ella se disculpó, estaba cansada pues había madrugado bastante pero le dijo que si algún día pasaba por allí podían volver a hablar.
La tarde siguiente el viejo Leo estaba enfermo y no acudió a su habitual cita. Decidió acercarse al centro de la ciudad pero sin ninguna intención de entrar en el local de Therry; en su lugar, se acercó a la ventana abierta de aquella mujer; estaba inquieto y sabía por qué. Ella, dentro de la habitación, al observarle le saludó con amabilidad, aunque se le notaba algo agitada.
Sin que él le preguntara le espetó:
- Soy enfermera; ahora mismo estoy curando a un enfermo.
A Höss le llamó la atención encontrar a una mujer cultivada en aquel agujero, pero por prudencia no quiso preguntarle más para no incomodarla. También le chocó que llevara lentes. Él también las utilizaba habitualmente. Perdió vista cuando estudiaba leyes en la Katholische Universität Eichstätt-Ingolstadt. Como adivinando su pensamiento ella le dijo:
-Un hombre fue el causante de mi pérdida de visión. He sido muy infeliz por su causa, pero aquello ya pasó. Mi trabajo me ha permitido sobrevivir y cuidar de mis hijas. Ahora ya son mayores y estudian en Washington; viven en la casa que tengo allí.
Estuvieron hablando, guardando las distancias, hasta que se hizo de noche, pero la complicidad hizo que, casi sin darse cuenta, al final de la conversación se tutearan. Rose se encontraba melancólica, y finalmente volvió a disculparse como el día anterior: tenía que preparar unos informes y mandarlos por telégrafo a la mañana siguiente al médico de Laramie; Höss no protestó, aunque internamente lo sintió.
Pasaron un par de días hasta que volvió a la ciudad; después de estar unas horas en la destartalada biblioteca municipal decidió acercarse a visitar a Rose. Encontró como en días anteriores su ventana abierta y a ella preparándose un tentempié. El sol caía.
-Estoy hambrienta, ¿sabes?. No he comido nada en todo el día; el trabajo no me lo ha permitido. Por la ventana salía un olor dulzón y agrio a la vez. Tenía en el horno una “cheese cake”.
Volvieron a conversar como en días anteriores, con familiaridad. Ella se encontraba exultante. Había recibido dos telegramas desde Washington. En uno de ellos la menor de sus hijas le comunicaba haber superado unas pruebas escolares; para celebrarlo estaba cociendo en el horno la tarta que más agradaba a su pequeña. Hablaron de lo importante que era la noticia y de lo mucho que suponía para su hija haber superado aquel reto. Empezaron a darse cuenta de que podían hacerse pequeñas confidencias, compartir lo que les ocurría y que parecía estar surgiendo una amistad entre ellos. Ella, por otra parte, se mostró desazonada pues estaba cercano su cumpleaños y le aterraba la decadencia física.
- ¿Y qué dice el otro telegrama?, le pregunté.
- Mañana debo partir a Washington. Cogeré el primer ferrocarril desde Laramie. Debo presentar unos trabajos en la Escuela de Enfermeras para ampliar mi preparación.
Me despedí de ella no sin aflicción. Le dije que si alguna vez iba a la capital esperaba que me invitara a cenar, como amigos que éramos. Al darme la vuelta y mientras me alejaba gritó:
-Höss, ¡ espera!. A un amigo se le puede dar la dirección, pero no dijo nada más.
Me extendió una nota manuscrita con su dirección en la capital y unos números que adiviné eran los de su teléfono. En aquella ciudad donde estábamos sólo existía uno en la Oficina de Telégrafos. Me explicó que se lo habían instalado un año antes los empleados de la American Telephone and Telegraph Company. Recalcó que me lo daba en calidad de amigo.
En los días siguientes me acerqué a la ciudad varias veces, unas dando un largo paseo, otras aprovechando la diligencia, dado que pasaba cerca de mi propiedad. En todas las ocasiones miré desde la calle el interior de la habitación donde había estado alojada Rose esperanzado de que aún estuviera allí. Pensé que aquellas dos ventanas se habían cerrado para siempre.
Leonard seguía enfermo y pasé a visitarle varias veces. Me mostró una hoja escrita con letra temblorosa con el último poema que había escrito. Se titulaba “Dama de invierno”
Dama viajera, quédate un rato
hasta que se acabe la noche.
Sólo soy una estación en tu camino,
yo sé que no soy tu amante.
Bueno, yo viví con una chica de nieve
cuando era un soldado
y peleé con todos los hombres por ella
hasta que la noche se volvió más fría.
Ella solía llevar el pelo como tu
excepto cuando estaba durmiendo
y entonces ella lo trenzaba
con humo y oro y aliento.
Dama viajera, quédate un rato
hasta que se acabe la noche.
Sólo soy una estación en tu camino,
yo sé que no soy tu amante.
Aquélla lectura me turbó y me di cuenta de que necesitaba comunicarme con aquella mujer misteriosa y afable a la vez. Me resultaba fascinante su entereza, su independencia. También sabía que estaba necesitada de amistad, al igual que yo.
Leonard empeoró. Mediaba el mes y el invierno. Me acerqué a la ciudad a comprarle sus medicinas. Aprovecharía el viaje para recoger en la oficina telegráfica la comunicación del Departamento del Tesoro confirmando mi asignación por el tiempo que había ejercido de juez federal del Estado de Wyoming en Laramie. Era lunes por la mañana. Compré los frascos medicinales y entré en la oficina de la ATTC.
El empleado me dio la misiva de la que yo era destinatario y, de forma impulsiva, le pregunté si se podían efectuar llamadas por teléfono; me respondió afirmativamente, el teléfono funcionaba.
Tuve un impulso; Rose se encontraría en su casa almorzando pues allí ya era mediodía, pero no me atreví a llamar, pero ¿para qué me había dado aquella mujer su dirección y teléfono?. Respiré profundamente y me decidí a mandarle un telegrama; el texto era el siguiente:
Rose, me dijiste que estaba próximo tu cumpleaños. Me tomo la libertad de desearte muchas felicidades. Höss
Antes de abandonar la estafeta recapacité y le mandé otro mensaje telegráfico.
Mi amigo Leonard está bastante enfermo. Tengo que prestarle toda la atención posible. Tu amigo Höss
Pagué al empleado los treinta centavos de cada telegrama y salí de la oficina. Ahora, casi me estaba arrepintiendo de lo que había hecho. ¿Cómo reaccionaría ella?. ¿Se sentiría incomodada, molesta, hostigada?. Cogí la diligencia y volví a mi propiedad. Pasé a ver a Leonard. Su estado había mejorado pero el padecimiento unido a su avanzada edad habían transfigurado su rostro. Necesitaba continuos cuidados. Al día siguiente volvería a la ciudad a comprar más medicinas. Me enfrasqué en la lectura a pesar de que hacía ya una hora que el sol de había puesto.
Pasé la noche inquieto, pensando en aquella mujer. Su rostro, por el transcurso de los días, se iba borrando en mi memoria, no así su recuerdo. No tenía pensamientos obscenos como los que pueden alborotar la cabeza de un jovenzuelo, pero el hecho de que abriera sus manos en aquel sórdido local vigorizaba mi ánimo. Al día siguiente me levanté muy pronto y decidí ir a la ciudad andando. Por más que trataba de recordar el óvalo de la cara de Rose cada vez se difuminaba más, no así sus palabras. De hecho era la única amistad femenina que había encontrado en aquella perdida ciudad del medio oeste. Caminé pensativo enfrascado en mis cavilaciones y, sin darme cuenta llegué a la ciudad.
Volví a seguir la rutina del día anterior. Entré en la botica y me dispuse a coger la diligencia, cuando vi al empleado de la estafeta en la calle pronunciando mi nombre
-Señor Höss, ¡acérquese por favor!. Ha recibido usted dos telegramas.
Me acerqué presuroso, aunque no esperaba correo de nadie y entré tras el telegrafista. Me indicó que ambas misivas habían llegado la misma mañana, con un intervalo de dos horas. Firmé el recibo y me senté nervioso en un reservado para leer su contenido.
El primer telegrama recibido era de Rose. Había sido escrito de forma apresurada y nerviosa, como si tuviera prisa, pero no era ninguna reprimenda:
Muchas gracias Höss. Un abrazo. Rose
No había violentado su intimidad. Se mostraba agradecida. Respiré aliviado
Abrí el segundo sin detenerme a pensar en la identidad del remitente y leí:
Esa libertad que te has tomado me ha emocionado. Todo un detalle de tu parte. Rose
Me sentí aturdido pero feliz, tal vez no había medido el alcance que mi mensaje podía causar. Se notaba su sinceridad; sin pretenderlo había llegado a conmover a aquella mujer; aunque mis palabras no habían caído en la sensiblería ni ella, por lo que conocía tras nuestras conversaciones, era una persona afectada. No hacía mención alguna de la enfermedad de Leo, a quien por otra parte no conocía.
Cuando salía del establecimiento para coger la diligencia el aparato telefónico de la oficina sonó con un timbre quejumbroso. El aburrido empleado lo cogió con desgana y tras unos breves segundos, alzando la vista hacia mí dijo:
-Señor Höss, disculpe; es una llamada para usted
Era Rose. Acababa de llegar a su casa y había encontrado el telegrama en el que le daba cuenta del estado de salud de Leonard. Se ofrecía para, no obstante la distancia, ayudar en todo lo que sus conocimientos le permitieran. Su llamada me causó más impresión que los telegramas. Deseaba decirle cuanto le echaba de menos, cuanto agradecía su amistad y que su voz, por los días transcurridos desde su partida, sonaba en mis oídos desconocida pero cálida. No recuerdo ahora si fui capaz de articular alguna frase coherente. Creo que no fui capaz ni de agradecerle la llamada. Si me acordé de interesarme por su cumpleaños. Su onomástica era el día 19, tres días más tarde de mi telegrama. Muy próximo estaba también el mío. Pocas palabras más salieron de mi boca y además ella también desprendía nerviosismo, tal vez por el atrevimiento de llamar. Además la diligencia estaba a punto de partir y estaba próxima la noche. Me despedí apresurado y deseando, no obstante, volver a hablar con ella, ya que la lejanía nos impedía vernos por el momento.
Aquella noche descansé dichoso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario